La revancha de Silveria (9)

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En las tardes de primavera, a Silveria le gustaba sentarse en el porche y pasar horas mirando al horizonte, contemplando el atardecer.
A media tarde le traían la merienda, solía ser un yogur y unas galletas. Se la acercaban hasta la tumbona donde, sentada y tranquila, casi siempre sonriente, observaba el paisaje y pensaba en sus cosas. Silveria siempre había sido una mujer amable y simpática, y buena. Una de esas buenas gentes que creen, con bendita inocencia, que también son buenas personas todas las que la rodean. Con sus 92 años era la más veterana de la residencia, pero también era de las que tenían la mente más clara. Inocente, pero clara.

Pensaba que tendría que haber sido capaz de haber podido ayudar más a sus hijas, de haber podido darles más cosas, más atención, más tiempo. Se lamentaba por ello. Pero poco más de lo que hizo podía haber hecho una mujer viuda en aquellos tiempos difíciles, con tres niñas pequeñas a su cargo y sin ayuda de nadie. Aunque eso no lo veía o no lo quería ver.
Pasó miserias. Enviudó joven. Su marido fue un hombre que llevó mala vida, trabajaba poco y se gastaba todo el dinero que pillaba en vino. Silveria lo tenía que ir a buscar al trabajo el día de cobro para que no llegara de madrugada borracho como una cuba y sin un duro. Nunca fue agresivo ni malvado, pero no servía para nada, era un parásito, un hombre inútil, una carga más que una ayuda. Su muerte fue para Silveria un alivio, aunque sintió pena por su pérdida, pero le había dejado tres hijas a las que tendría que criar sola y las expectativas poco halagüeñas no dejaban que se deprimiera, porque sabía que iba a necesitar todas sus energías para que ninguna de las cuatro se muriera de hambre.

En aquellos días conoció a Rosalía, que fue para Silveria una de esas amigas hermanas que a veces se encuentran en la vida. Desde el mismo día en que se conocieron, fueron inseparables. Gracias a Rosalía, a ser como esa segunda madre que son las tías y ejercerlo con las tres niñas, Silveria pudo trabajar en cualquier cosa que le salía. Había días que trabajaba hasta en cuatro sitios distintos, tres horas aquí, cinco allá, dos más en el otro sitio y así. Salía de casa a las 5 de la mañana y nunca regresaba antes de las 10 de la noche. Trabajaba como una bestia y lo hacía sólo por ellas, por mantener su promesa de que nunca les faltara un plato caliente de comida y una cama donde dormir. A pesar de su agotamiento físico, lo hacía con gusto, por conseguir la felicidad de sus tres niñas, sus tres soles. Los pocos ratos que tenía para estar con ellas las trataba con un cariño incondicional, con ese amor y devoción que siente una madre que quiere a sus hijos, y ellas, pareciendo ser conscientes de los esfuerzos y sacrificios de su madre, le devolvían el mismo cariño y amor.

Pasaron los años con esfuerzo y las niñas crecieron. Silveria seguía trabajando todas las horas que permitía el día, y eso, junto con su falta de autoridad, hizo que la adolescencia de sus hijas fuera difícil, por no decir harto complicada. Las jóvenes se abocaron a un turbio mundo de experimentación y excesos, libres del reproche y control de alguna autoridad directa. Aprendieron a ganar dinero fácil, empezaron a jugar con las drogas y pronto abandonaron los estudios que con tanto sacrificio pagaba Silveria. Ella intentaba hablar con sus hijas, pero ya nunca la escuchaban y poco a poco fueron perdiéndole todo respeto. Silveria se culpaba a sí misma de la situación. Se repetía una y otra vez que ellas eran tres ángeles, tres seres buenos que no habían tenido lo que realmente necesitaban y merecían: un hogar y unos padres responsables dando ejemplo.

Al cumplir la mayoría de edad, las tres habían estado alguna vez en el reformatorio. Su juventud trancurrió con los mismos excesos que la adolescencia, juntándose con gente de la peor calaña y haciendo cualquier cosa, menos trabajar, para conseguir sustentar sus vicios. A Silveria le sonrió un poco la vida y en uno de los talleres donde iba a coser por horas le hicieron un contrato a jornada completa, con seguridad social y todo. Estaba loca de contenta, eso le permitiría descansar más y no vivir con la constante preocupación del sustento. Además, la casa en la que vivían fue declarada zona deprimida por el ayuntamiento y le concedieron un piso de protección oficial. Era pequeño pero nuevo, en una zona abierta con grandes avenidas y Silveria pensó que era el lugar más maravilloso del mundo. Había conseguido criar a sus tres hijas, tener un trabajo fijo y ser propietaria de un pequeño piso, un hogar.

Pronto terminó su efímera felicidad. Durante los siguientes años tuvo que volver a trabajar en todo lo que el tiempo le permitía para conseguir dinero y poder ir sacando de problemas a sus hijas. El único descanso que tenía era que nunca lo hacían a la vez, se iban metiendo en líos alternativamente cada una de ellas. La fianza de una, el aborto de otra, la deuda por drogas de la otra, y así constantemente. Silveria no desfallecía, creía que eran las consecuencias de haber sido una mala madre y tenía la esperanza de que algún día todo cambiaría, ellas no se meterían en más problemas y podrían ser una familia feliz…Pero eso nunca pasó.

En todos aquellos años, el verdadero apoyo de Silveria siempre fue Rosalía, su gran amiga. Fue su confesora, le aconsejó siempre con coherencia y la escuchó en todo lo que necesitó. La hija de Rosalía, Penélope, una preciosa niña morena con una sonrisa contagiosa y más buena que el pan, siempre acompañaba a su madre y escuchaba a éstas conversar. Silveria fue para Penélope como la segunda madre que Rosalía había sido para sus tres hijas, pero Penélope sí apreciaba y daba valor a ese cariño que le tenía Silveria. Con los años, Penélope se convirtió en una preciosa mujer de melena morena y mirada viva, con una sensibilidad y trato humano muy desarrollado, y acabó haciéndose casi tan amiga de Silveria como su madre.

Cuando Silveria envejeció, sus hijas sólo pasaban a verla para sablearle dinero. Penélope cuidó de ella igual que de su madre. La iba a visitar a menudo y le llevaba la compra. Muchas veces le dejaba la nevera llena de tuppers para que no tuviera que cocinar. El hijo de Penélope también la iba a visitar a menudo y la trataba como a su abuela. Silveria lo sentía como el nieto que nunca le dieron sus hijas. Al empeorar su salud, Penélope le buscó una residencia de ancianos. Encontró un lugar muy tranquilo y bonito que tenía fama de tratar muy bien a los abuelos y no estaba lejos de su casa, que era muy importante para poder ir a visitarla asiduamente. Cuando empeoró la salud de Rosalía, también la ingresaron en la misma residencia y ambas amigas estuvieron muy contentas de encontrarse y compartir convivencia.

En las tardes de primavera, siempre le gustaba sentarse en el porche y hablar con algún otro anciano. Explicaba que sus hijas habían sido muy buenas, pero que siempre habían tenido mala suerte. Si hubieran podido nacer en una buena familia, con unos buenos padres…
Nunca dejó de echarse la culpa de las desgracias de sus hijas y las atendió, dejándose sablear dinero, hasta el último de sus días.
Hacía más de seis meses que ninguna de sus hijas se pasaba por allí y una tarde se presentaron las tres juntas. Traían unos papeles que insistían en que tenía que firmar. En aquel momento llegó Penélope y pidió explicaciones. Ellas comenzaron a insultarla y a acusarla de querer el piso de su madre. El personal de la residencia las echó y les prohibieron la entrada para futuras visitas. Penélope se informó y descubrió que el piso que años antes le había concedido el ayuntamiento, estaba sobre unas ruinas romanas muy importantes e iban a expropiar a todos los propietarios del edificio, pero la expropiación era positiva, Silveria salía ganando. Eso era lo que querían sus bondadosas hijas, la herencia del piso en vida de Silveria, devorarla como hienas aún estando viva.

A los pocos meses de la visita de sus hijas y después de haber cumplido los 93, Silveria falleció. Se marchó una tarde de primavera mientras contemplaba el atardecer, descansaba en su tumbona, en el porche de la residencia. Sus hijas no fueron a su entierro. Quien sí estaba eran Penélope y su hijo, y Rosalia despidiendo a su amiga, feliz, de alguna manera, porque ahora sí tendría el descanso que tanto merecía. «Nos veremos pronto, querida amiga».

Un mes después del entierro, en la oficina del notario habían citado a Penélope, su hijo y las tres hijas de Silveria para leer el testamento. El notario leyó que el dinero que había pertenecido a Silveria, menos 300€, y la propiedad de su piso pasaba a ser propiedad del hijo de Penélope. Los 300€ restantes se repartirían equitativamente entre cada una de sus hijas, es decir 100€ a cada una. Las tres hermanas se indignaron muchísimo y proferían insultos a la que había sido su madre con toda la dedicación, devoción y sacrificio del mundo. Penélope y su hijo contemplaban abochornados la escena. El notario entregó un sobre a las tres hermanas y otro a Penélope. En el sobre entregado a Penélope había una nota que decía:

«Querida niña, más hija mía que las mías propias. Le he dejado todo a tu hijo, ese ser tan maravilloso al que siento como a un nieto, porque sabía que tú renunciarías a todo. Pero para él es una oportunidad de comenzar algo bueno, lo que yo no pude tener y mis hijas despreciaron. Que con lo que saque de esto que he podido reunir, forme un hogar. Os quiero, habéis sido mi verdadera familia.»

La nota del sobre de las tres hermanas decía:

«Bueno, hijas mías. Durante toda mi vida os lo he dado todo, hasta mi propia vida. Habéis tenido sesenta años para aprender, para haceros responsables, para agradecer lo que con cariño se os ha regalado. Nadie podrá nunca reprochar mi actitud y dedicación. Ahora os dejo esto, 100€ a cada una, que es mucho más de lo que tenía yo cuando tuve que buscarme la vida. Espero que tengáis la misma longevidad que yo y suerte a las tres con los treinta y pico años que os quedan. La madre que nunca os habéis merecido. Firmado: Silveria»

Año y medio después, el hijo de Penélope entraba con su mujer en la casa que se habían comprado hacía escasamente medio año. Venían del hospital, de maternidad. Traían con ellos a su primera hija, que tenía dos días de vida. El padre acarició la barbilla de su pequeña diciéndole: ¿Qué dice mi niña? ¿Qué dice mi Silveria pequeñita? A lo que la bebita, le sonrió.

 

 

 

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