Cuento de Navidad

En el barrio hay dos bibliotecas. A mí siempre me gusta ir a la pequeña, que está menos concurrida. No es que en la grande haya cola para entrar, que es una biblioteca y esto es España, pero tiene bar y el wifi es más rápido, y ésos son argumentos más que suficientes para que el vulgo opte por ir a la grande. En la pequeña, en cambio, reina la tranquilidad. Es solitaria y silenciosa, pero muy luminosa porque está orientada al sur. Me gusta ir por las tardes, después de comer, sobre las 16:00 o así, que todavía hay menos gente. Siempre me instalo en la misma mesa, cerca de la toma de corriente para enchufar el portátil, y hago el mismo ritual: dejo la mochila en el suelo, apoyada en la pata de la mesa, saco mi libreta de notas, el portátil y el estuche, y un termo de café descafeinado, que el de la máquina es muy caro y además no me gusta. Cuando lo tengo todo colocado, saco del estuche el lápiz y la maquineta (a mí me gusta más llamarla maquineta que sacapuntas) y me acerco a la papelera que hay junto al mostrador de recepción a afilar el lápiz.

Marisa es la bibliotecaria. Es muy simpática y le gusta mucho su trabajo. Con el tiempo, nos hemos hecho amigos y hace poco me explicó que este año cumplía veinte en el puesto y que no cambiaría su trabajo por nada. No es sólo la bibliotecaria, es la encargada de todo el recinto. Cualquier cosa que pase allí, bueno o malo, incidencia o problema de cualquier clase, es Marisa quien lo gestiona. El equipo bibliotecario lo forman, junto a Marisa, un señor muy mayor de mantenimiento, Manuel, y una becaria jovencita con más voluntad que resolución, Olga. Marisa, en cambio, es todo lo contrario, se arremanga y corretea por la biblioteca con decisión y seguridad . Una vez se atascó el váter y el pobre Manuel no sabía qué hacer, se quedó allí paralizado con los zapatos mojados en un agua marronosa muy sospechosa. Marisa agarró una fregona, la metió en el váter-fuente y, después de unos enérgicos movimientos de vaiven, aquello se desatascó como por arte de magia. Quedamos todos muy impresionados, en especial Olga, la becaria, que estuvo vomitando por la peste durante más de media hora. La verdad es que el olor que emanaba que aquel lodazal en el que se había convertido el baño inundó toda la pequeña biblioteca y era insoportable. Estuve un tiempo indagando para ver si descubría quién podría haber embozado el sanitario y al final llegué a la conclusión de que sólo Marisa y yo teníamos cuerpo para producir aquel desastre… y yo no había sido. En fin, al final lo dejé correr, fue sólo una sucesión de acontecimientos con un final un tanto repulsivo.

Una tarde de finales de diciembre, Marisa reunió a todo su equipo y me llamó a mí también. Nos propuso a todos pasar la Nochebuena en su casa, ya que ninguno teníamos familia en la ciudad. Decidí ir con toda la comitiva porque, total, no tenía mejor plan.
La casa parecía una jaula de monos, había mierda para parar un convoy, pero hice como que no me daba cuenta para no crear un ambiente tenso. Mejor estar un poco incómodo sólo yo que cortarles el rollo a todos. Noté que Olga también se había dado cuenta de la mugre y hacía lo mismo que yo, disimular y no tocar mucho nada. No conoces realmente a una persona hasta que no ves su casa, eso es así.
La cocina era todo lo contrario, inmaculada, limpísima como un quirófano. Eso me chocó. No dejaba de preguntarme qué llevaba a una persona a esos contrastes tan extremos, pero al ver todo lo que tenía preparado para cenar y la calidad del vino que había comprado, se me pasaron los pensamientos analíticos hacia su persona.

Todos contribuimos a preparar las cosas. Yo ayudaba a Marisa en la cocina mientras Olga y Manuel ponían la mesa. El ambiente era tranquilo, pero poco divertido. Se les notaba a los tres que no habían sido personas de mucha fiesta y sus capacidades sociales tampoco se podía decir que fuesen su fuerte. Comenzamos a cenar y poco a poco fui sacándoles las palabras, el vino con el que les iba rellenando las copas, no dejándolas que se vaciasen en ningún momento, también ayudó bastante. Cuatro personas solitarias compartiendo una enrarecida velada navideña… Hasta que me cansé de tanta apatía y aburrimiento.

—A ver, Marisa, ¿dónde se pone en esta casa la música?
—Tengo allí un tocadiscos —respondió un poco desorientada.

¡No me jodas un tocadiscos en pleno siglo XXI!! No le quise preguntar por los discos que tenía porque ya imaginaba que serían de Perales y Machín, y alguno de Julio Iglesias para los días más animados.

—¿Qué dices tocadiscos, Marisa? Por el amor de Dios, ¿No tienes un portátil y wifi?

Yo me hacía el semi-indignado ante tal falta de previsión de algo tan elemental. Trajo el portátil, pusimos música buena y al momento parecía que aquel lugar hubiera cambiado como de la noche al día.

—A ver, Marisa, ahora lo importante, ¿qué licores tienes?

Sacó una botella de Cardhu y otras dos de un orujo de hierbas que nos explicó que se lo traía del pueblo cuando iba en verano y siempre lo acababa regalando a los amigos. «Puede servir para salvar la noche», pensé. Setenta y pico grados tenía la criatura de las hierbitas. Después de un par de copas todo cambió. Estaban más alegres los tres y una sonrisa tontona se les comenzaba a dibujar en la cara.

—Manuel, ¿sabes bailar? —le pregunté al abuelo.
—No —respondió el hombre con cierta preocupación.
—Pues no pasa nada, hoy vas a aprender.

Al principio se quedó un poco parado, pero enseguida se prestó a todo lo que le iba proponiendo. Le cogí los brazos y le daba indicaciones. Ahora, Manuel, las manos hacia arriba, las manos hacia abajo, todos los gorilas… UH, UH, UH… Al momento tenía a Marisa y Olga haciendo también el gorila en medio del pequeño comedor mugriento. Comenzaban a liberarse, a desinhibirse, y las carcajadas al verse entre ellos haciendo el payaso eran cada vez más fuertes. No dejaban de rellenarse las copas con el Cardhu y el orujito, ahora ya lo hacían ellos solos. Al cabo de un rato, bailaban todo lo que sonaba en el portátil y les dije que me iba a fumar un porro. Se quedaron un poco parados, ninguno de los tres se había fumado un canuto en su vida, pero la progresión alcohólica hizo que, en vez de acobardarse, quisieran probar. No les dejé darle al joint más de dos caladas a cada uno, pero eso fue suficiente para que se desatara la ira de Zeus. Las risas chorras de Marisa y Olga se escuchaban desde el barrio de al lado, y Manuel se había quedado en calzoncillos asomado al balcón, decía que tenía calor y hacía un frío de mil demonios, agarrándose con una mano a la barandilla para no caerse mientras se tambaleaba y le gritaba a todo el que veía por la calle: ¡Feliz Navidad!!

Olga y Marisa se lo estaban pasando en grande, creo que nunca antes en su vida se habían puesto tan carajas. Olga estaba desinhibida del todo. Comenzó a bailar perreando y, de espaldas, frotaba su culo contra mi entrepierna, se cogía el pelo y ponía morritos al grito de: «¡Hasssme tuya, papi!!». Yo me descojonaba pensando en los días siguientes, cuando se muriera de la vergüenza al recordar, si es que se acababa acordando de algo, su noche loquísima de la muerte de perreo.

En ese momento me di cuenta de que el objetivo estaba logrado, estaban pasándoselo bien y ninguno estábamos solos. Se reían con ganas de la borrachera del otro y hacían el tonto. En aquellos momentos eran felices, o al menos eso parecía. La noche pasó en un suspiro. Cuando me quise dar cuenta, eran más de las seis de la mañana y ninguno de los tres se aguantaba ya en pie. Ayudé a Marisa y a Olga a llegar hasta la cama de Marisa. Las dos cayeron a plomo en ella y les eché por encima una manta no muy limpia que había por allí. En el sofá del comedor, Manuel se había quedado doblado con la boca abierta. También a él lo tapé y me sonreí al pensar que al día siguiente los tres se iban a beber hasta el agua de los floreros. No creo que Olga hubiera tenido ninguna resaca en toda su corta existencia, y Manuel y Marisa tampoco habrían tenido muchas, no dan el perfil… Claro que yo también doy más el perfil de estar en la cárcel que emborrachándome con ratones de biblioteca, pero la vida viene como viene y hay que agarrarla por donde se pueda.

Cuando salí a la calle, empezaba a amanecer. El cielo comenzaba su baile de disfraces de colores y presagiaba un bonito día de invierno. Encendí un cigarro y me quedé mirando el balcón en el que unas horas antes Manuel se estaba rebelando contra el mundo, pero poquito. Pensé en la curiosa Nochebuena que había pasado y dije en voz baja: «Feliz Navidad, personajes». Después, decidí volver a casa paseando… Yo también tendría que pagar resaca y era bueno comenzar a despejarse.

4 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Consuelo Hidalgo Sánchez dice:

    Se me hizo corto. Qué forma más bonita de narrarlo.

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  2. Bar dice:

    Bella y macarra.
    Leerte un placer.

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  3. Yudi dice:

    Ha sido un placer disfrutar de una lectura tan diáfana, tan entretenida, refrescante, divertida, se me ha ido en nada.

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    1. Miguel dice:

      Muchas gracias.

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