Bares de mercado (1)

El martes pasado tuve fiesta en el curro y, a media mañana, después de hacer todos los recados que un hombre decente tiene que hacer en su tiempo libre, me fui a almorzar al bar del mercado.
El bar del mercado es una parada más, nada de espacio extra para poner mesas ni lujos de ésos. Tiene una barra larga en forma de L, con servilleteros de marcas de cerveza, donde los parroquianos se acomodan en taburetes. Puedes ver el género fresco y crudo en las vitrinas refrigeradas, suministrado por las mismas paradas, confirmando así la calidad de los productos y, además, el contacto con el camarero-cocinero-barman es directo y familiar. Lo que más me gusta es pedir un bocata de la tortilla que toque (cada día es diferente: espárragos, berenjenas, espinacas, etc.), una copita de vino bueno y curiosear el periódico del día, sobre todo la sección sucesos, que es donde salen las barbaridades más gordas. Mientras, como el que no quiere la cosa y si tengo algo de suerte, cazo alguna conversación interesante entre lugareños del peculiar paisaje socio-económico de barriada.

El martes tocaba tortilla de espinacas, ¡qué suerte! Mientras Manolo me ponía delante el bocata, comencé a escuchar la charla de dos jubilados que tenía al lado. Hablaban fuerte, sin esconderse, como los buenos jubilados. Uno de ellos le decía al otro que estaba bien, pero un poco hasta los cojones, hablando mal y claro, de tanto nieto y tanta responsabilidad.
“Que está bien tenerlos de vez en cuando, se les quiere mucho y todo eso, pero una cosa es tenerlos a ratos y otra muy diferente es criarlos. En mis tiempos, a los hijos los criaban sus padres, ¡mecagüen Ros! Que uno se pasa la vida esperando jubilarse para descansar un poco de las prisas y los esfuerzos, y te acaban enchufando más faena que cuando trabajabas: que si lleva al niño al colegio, que si ve a buscarlo y le llevas la merienda antes de dejarlo en inglés, o en judo, o en guitarra, o en ballet o Dios sabe qué nueva majadería inventarán y, cuando los gurús del tocomocho vaticinen lo bien que va para los chiquillos, el idiota de mi hijo y la adelantá de mi nuera no tardarán en apuntar a las desgraciadas criaturicas sin pensárselo dos veces… Para mayor pesar de su asqueado abuelo. Y lo peor es cuando veo a la Juana hacer hasta lo que no puede, que tiene las piernas destrozadas por la artrosis, la pobre, y ambos tenemos ya una edad. ¿Y crees que les dirá algo a los padres o me deja decirlo a mí? ¡Jamás!! El miedo que tiene a que no le dejen más a los críos porque los marqueses puedan ofenderse… ¡Pero cómo no se los van a dejar más, si las guarderías y quedarse a comedor vale una riñonada!!”

Entre bocados de tortilla, te dabas cuenta de que ese hombre sólo decía verdades, verdades como puños cerrados que aprietan fuerte. Las palabras, entre desahogo y reproche, que compartía con su jubilado amigo, te atrapaban y ya sólo seguir escuchando análisis de sabiduría es lo que te apetecía.

“El problema es que dan por sentado que tienes que hacer todo lo que quieran ellos, por obligación. Dar las gracias o, al menos, mostrar cierto agradecimiento, descuida, que no lo harán. ¿Te acuerdas tú cómo se trataba a los padres en nuestros tiempos? Aquel respeto que les teníamos por muy mayores que fueran, más incluso por eso. Los que podían, ayudaban a criar a los nietos, pero no era obligación, era sólo ayudar. Estos hijos nuestros de ahora te exigen, y si por cualquier fuerza mayor no puedes atenderlos, percibes, aunque se lo callen, cierto cabreo por no cumplir sus elevadas exigencias. Ahora ponte que la Juana y yo nos morimos mañana, ¿qué harán? (a parte de mosquearse por haber perdido a los canguros, claro), ¡si lo tienen todo estructurado con nosotros como base! Ya ves tú, dos viejos de setenta y tantos, con más achaques que una mecedora de pueblo, con la responsabilidad de sostener la estabilidad familiar de la siguiente generación…¡Dios nos libre! Y los niños comen y meriendan todos los días en casa. ¿Te crees que dan algún dinero por ello? ¡No, pues claro que no! Encima se llevan tapels o como leches se diga ahora a las fiambreras. Y que no les dé por tener ganas de salir a cenar fuera un viernes, que se ve que eso es necesario para la estabilidad emocional de la pareja. La Juana y yo no debemos ser pareja o no debemos tener estabilidad emocional de ésa, porque sin preguntarnos, ya tenemos asignados a los chiquillos desde que el viernes salen del colegio hasta bien entrada la tarde del sábado. Y a mí me da auténtico terror que mi hijo y mi nuera pasen la noche solos por si se animan y, con lo descuidados y gilipollas inconscientes que son, se quede la adelantá otra vez en estado de buena esperanza. Entonces sí que ya nos entierran definitivamente.”

El otro jubilado lo escuchaba y sonreía a la vez que asentía, como el que sabe exactamente de qué le están hablando.
Apareció otro personaje, con sombrero y bastón, que, a juzgar por la apariencia, se diría que pertenecía al mismo colectivo que los otros dos y no se equivocaría uno. Los saludó mientras pedía una copita de Magno y se quedó escuchando junto a ellos.

“Al final, acabas deseando que se vayan de vacaciones. Es triste, lo sé, pero es la verdad. Te gustaría que duraran seis meses por lo menos, para perder de vista a toda la tribu malaya y así, la Juana y yo, podríamos descansar. Porque eso sí, para todo lo malo, los abuelos, pero para ir de vacaciones no te dicen nada, no. Y hasta creo que es mejor, no te vayan a abandonar en alguna gasolinera perdida de la mano de Dios cuando te hayan exprimido demasiado y ya no les puedes dar servicio.”

El de la copa de Magno rió con socarronería y le dijo al jubilado escuchador:

—¿No te ha explicado este viejo bandarra lo que les hace a los nietos cuando los lleva a pasear?
—No. ¿Qué hace? —preguntó el jubilado de pocas palabras con notable curiosidad.

El otro jubilado, el explicador, esbozó una ligera sonrisa y, tácitamente, cedió el turno de narración al peculiar compañero del sombrero:

—Pues este hijo de mil demonios, cuando saca a los chiquillos a pasear, se los lleva por la rambla, por donde las pastelerías. Cuando los críos pasan por delante y ven los escaparates llenos de dulces de todos los colores, imagina cómo se ponen, que hasta les hacen los ojos chiribitas y les tiemblan las orejas de los nervios. Si prestas atención, los escuchas incluso salivar. Los críos empiezan a pedirle al abuelo como locos que les compre algo de aquello tan rico y, la víbora pensionista ésta, les dice a los pobres angelicos que los dulces no son de verdad, que son de plástico, como en los chinos, y que están sólo para que los vea la gente. Los niños se quedan desorientados, se nota que no saben qué pensar, pero se ve que les viene sabor a plástico o algo de eso porque enseguida dejan de dar guerra con los dulces. ¡No he conocido a tío más roñica y agarrao que éste, en este barrio y en los tres colindantes, desde que llegué aquí en el año 61!!

El jubilado escuchador soltó una carcajada y yo no pude contener otra más fuerte. Los tres me miraron con simpatía, conscientes de que había estado todo el tiempo escuchando la conversación. Les di las gracias en forma de sonrisa sincera y una ligera inclinación de cabeza por el rato, el buen rato, que me acababan de regalar. Pagué la cuenta a Manolo y dejé al pintoresco trío disertando sobre lo bueno y lo malo de la vida, como tantos filósofos de pequeña comunidad han hecho antes y otros tantos harán después de ellos.

En la calle, arranqué el chuspino y aceleré alejándome del mercado mientras iba macerando la charla de los jubilados. Parado en un semáforo en rojo, en la rambla de las pastelerías, se me fue la vista hacia la acera y vi a un renacuajo que no tendría más de cuatro años, y un remolino por cada uno de esos años, corriendo como un ratón perseguido por un gato. El gato, a 4 metros por detrás, era su abuelo con la lengua fuera y jurando en arameo.

Solté otra carcajada que no pude ni quise contener en aquel momento. Más tarde, en algún muro de piedra, alguien escribió: El ser humano, cuando abuelo y jubilado, es extraordinario.

Deja un comentario